Me produce sentimientos encontrados escribir acerca de True Blood, serie que durante sus dos primeras temporadas fue mi más favorita de todo el universo, por sus elementos novedosos, sus personajes relativamente bien construidos, la fotografía, la trama y porque tocaba un tema que estaba muy de moda en ese tiempo, vampiros, claro que sin la nota melosa de la saga Twilight, Vampire diaries o inclusive la teleserie nocturna de TVN Conde Vrolok (que muchos prefieren olvidar). Cuando me preguntaban por True Blood, yo decía que era una serie de vampiros para adultos, ya que como recordarán, los primeros episodios estaban muy cargados de sexo para enganchar a la audiencia.
Cuando me embarqué en la serie, tenía el precedente de que Alan Ball la dirigía y como quedé maravillada con Six feet under, tuve que verla. El ‘Merlotte’s’ era un restaurant al que uno hubiera querido ir a comer, Sookie (en un principio muy precoz) era uno personajes predilectos de la fanaticada y a la vez, era divertido buscar pertenecer al Team Bill o Team Eric. La magia de True Blood era que cada temporada traía algún ser sobrenatural bizarro que llegaba a Bon Temps a revolucionarlo todo, quien durante 12 capítulos poco a poco dejaba ver sus verdaderos colores y ahí estaba alguno de los vampiros, para salvar el día.
En ocasiones se huele la crítica social, la búsqueda incansable de Eric por ser un salvaje y la insaciable ansia de Bill por buscar la igualdad de condiciones de quienes poseen colmillos con respecto a los humanos. En las últimas temporadas se hace más latente, cuando los vivos se empoderan de los ‘muertos vivientes’, teniendo poder sobre ellos y más aún en la séptima, cuando Compton en carne propia evidencia la ausencia de derechos que posee y la falta de protección legal que puede conseguir.
Creo que a pesar de que la última temporada emitida por HBO fuera una de las peores (si es que no la peor) de la serie, quienes nos considerábamos fieles a True blood debíamos conocer el final de cada personaje y el desenlace de cada historia, por menos lógica que éstas tuvieran. Fui capaz de atesorar la infinita cantidad de criaturas que pasaron por el pueblito de Luisiana como panteras, hadas, hombres lobo, mediums, brujas, espíritus, cambiaformas, entre otros. Pero por sobretodo me quedo con esa realidad paralela basada en los libros de Charlaine Harris y personajes como la siempre chispeante Pam (Kristin Bauer), quien lejos-lejos-lejos se robó los mejores guiones y momentos de la serie, la paternal relación de Bill con Jessica y por mucha distancia mi más favorito, Jason (Ryan Kwanten) quien logró excelentemente bien el acento sureño, siendo a la vez, quien más evoluciona a mi parecer durante la trama.
Me cautivan las series donde el personaje principal ni siquiera te simpatiza pero eres capaz de seguir viendo capítulo tras capítulo, porque los demás valen la pena. Lo exquisito de True blood era que por más historia de amor/desamor del triángulo amoroso Bill-Sookie-Eric, nunca hubo un papel pequeño, nunca hubo un personaje del cast regular que fuera innecesario: Lafayette con su humor diferente divertía, Arlene aunque fuera yeta cautivaba con su excesiva capacidad de reinvención, Tara era la mezcla entre rudeza y sensatez, Holly manejaba la inteligencia emocional, Hoyt enseñaba que los hombres también pueden ser sensibles, Terry paternalista hasta el final, Sam era capaz de perdonarlo todo y Andy era la ironía misma al tener laboralmente uno de los cargos más importantes de su pueblo pero personalmente estar bajo los cuidados de su abuela.
Independiente de los infinitos cambios humanos al interior (dirección, producción, etc) de la serie, los que trajeron como consecuencia un sin fin de vuelcos en la trama que en ocasiones no dejaron conforme a los fanáticos, creo que True Blood cumplió su tiempo: siete temporadas bastaban y sobraban para sumergirse en una realidad irreal, que aunque tuviera altos y bajos, nos entretuvo durante 6 años.