[REVIEW] Drácula: La sangre es vidas

Tomar figuras icónicas de la cultura, y en general por su influencia en la cultura mundial, y proponer su propia versión peculiar parece haberse convertido en el ejercicio estilístico preferido de la pareja de creadores Mark Gatiss y Steven Moffat. Los autores de Sherlock y de un largo tramo de Doctor Who, tras un periodo sabático, vuelven a las pantallas de BBC One primero y de Netflix después para contarnos su visión personal del Príncipe de las Tinieblas, el personaje de terror más famoso y representado de la historia: Drácula, para una operación que en cuanto a modo e intención se acerca mucho a la ya realizada por ambos con el personaje creado por Sir Arthur Conan Doyle.

En cuanto a Sherlock, de hecho, nos encontramos ante una miniserie de muy pocos, pero muy largos, episodios, variados en el desarrollo de las distintas tramas pero firmemente encadenados para contar una historia fiel a los cánones del personaje nacido de la pluma de Bram Stoker y, al mismo tiempo, una reinterpretación crítica y personal de los temas que la figura del Conde de Transilvania lleva en su seno.

Es bien sabido que a Moffat y Gatiss les encanta jugar con su público sembrando pequeños «huevos de pascua», pistas, citas, momentos sorprendentes y repentinos cambios de rumbo. Un ejercicio de estilo que, a través de las temporadas de Sherlock, los dos showrunners han refinado, y obviamente han decidido utilizarlo también en Drácula.

Un procedimiento del que casi abusan los dos autores, que siempre han sabido mantener un equilibrio narrativo suficiente para no capitular, y que incluso en Drácula es puntual para alterar lo que en los primeros compases parecería una extrema fidelidad al material original para luego aceptar el soborno y hilvanar su discurso personal.

Es un proceso gradual que a partir de las atmósferas sombrías y vampíricas del primer episodio de Drácula, con su historia al revés, los túneles del castillo de Transilvania y el testimonio atemorizado de Jonathan Harker (John Heffernan), comienza a abrirse a algo inusual, extraño pero verosímil, y a colocar un giro argumental que lo trastorna todo y da una nueva dimensión a la serie. Todo ello sin descuidar los principios que rigen al personaje y su mundo, por el contrario explotando la variedad de registros y modos narrativos para explorar a fondo, no sin algunas distorsiones y momentos de superficialidad, cuál es la esencia del Conde, revisando y actualizando sus significados.

Una miniserie que, en el espacio de tres episodios, consigue cambiar constantemente de tono, explorar diferentes géneros: mezcla el horror, nunca un verdadero fulcro estilístico en las intenciones de los autores, con una sutil ironía; el sabor grotesco de la película B; el drama shakesperiano a la serie de vampiros modernos. Hay personajes muy reconocibles, otros ingeniosamente distorsionados y actualizados, pasajes fieles, momentos emocionantes y otros totalmente evitables.

Una montaña rusa que oscila entre lo que el público puede esperar y podría esperar de una serie sobre Drácula y la voluntad del autor de contar una historia diferente. Una operación peligrosa que, en conjunto, tiene éxito: no sin evitar algunos problemas de ritmo y momentos mucho más débiles, pero es fascinante, convincente e interesante. Esto se debe sobre todo a la excepcional caracterización de sus protagonistas, que son destripados y facetados a lo largo de su arco, adquiriendo profundidad, también gracias a la asombrosa calidad de los diálogos, casi siempre muy enfocados, y a una visión subyacente que revisa la temática literaria y nos ofrece una nueva perspectiva sobre el vampiro más famoso del mundo.

Drácula es un microuniverso construido con arte, con una visión estética propia y precisa, que se nutre en gran medida del trasfondo de sus autores. Se enorgullece de combinar con una técnica precisa, y con un alto valor productivo, intencionadamente y sin vergüenza, encoger, posponer, elementos plásticos, en pleno estilo Doctor Who y el cine de Romero. La precisión de los ambientes, los juegos de luz y los movimientos de la máquina son aún más confusos para el público, que se encuentra explorando diferentes géneros y técnicas en un continuo juego de referencias y citas.

Debemos destacar a Tenemos a El conde Dracula (Claes Bang) y la hermana Agatha (Dolly Wells). Más que la batalla, la guerra entre el bien y el mal, una guerra física y violenta, es el choque entre dos mentes, dos personalidades, dos intelectos supremos portadores de ideologías contrastantes pero similares, almas vulnerables aún en su aparente magnificencia y superioridad. Dos personajes puestos en escena de manera impecable, con encanto, presencia, magnetismo, y que sólo por la calidad de su escritura e interpretación subrayan lo mucho que luego, tras excelentes ideas, el final termina siendo insatisfactorio. No tanto por las intenciones subyacentes, que llevan a la culminación de la revisión crítica del personaje, sino por la forma de ejecución, precipitada, superficial, y que no da una conclusión digna de lo que sigue siendo un producto valioso.

¿Dónde ver Drácula?

La serie está disponible en Netflix.