Por Julio Olivares
El Camino no era necesaria. Breaking Bad, una de las más altas cumbres que ha entregado la época dorada de la televisión, fue particularmente hábil para cerrar los arcos argumentales de sus protagonistas, dándoles finales que se sintieron orgánicos tanto para ellos en su construcción de personajes, como para la historia que se quería contar. Incluso en el caso de aquellos a quienes despedimos con un final abierto, el guión indicaba con claridad hacia dónde se dirigían sus destinos. Poco importaba saber cuánto se iba a demorar Huell en salir de esa habitación en que lo dejaron “resguardado” o si Lydia iba a alcanzar a llegar al hospital, cuando su suerte parecía echada.
¿Qué más faltaba por contar después de esa mágica escena en que Heisenberg cae al suelo, después de tocar los tanques de metanfetamina, sonriendo por última vez y reflejando el cariño que siempre sintió por la química y que definió su vida, al ritmo de “Baby blue”? ¿Qué más podíamos pedir luego de ver al personaje más puro de la serie, el que más había sufrido y el que probablemente menos se lo merecía, escapando hacia una nueva vida en medio de un estridente grito de libertad, luego de haber pasado meses esclavizado por una banda de neonazis?
En ambos casos, la respuesta es nada. El Camino no era necesaria: la historia estaba cerrada, los personajes habían alcanzado sus destinos, Jesse Pinkman era libre.
Pero El Camino no nace de la necesidad por terminar una historia. Esta película, dirigida y escrita por Vince Gilligan, creador de la serie madre, nace desde el amor, desde el cariño por los personajes y por los escenarios que recorrimos durante 6 años. Es un regalo para los fans, el epílogo de una serie perfecta que no sabíamos que necesitábamos, pero que, habiéndolo visto, no podemos más que agradecer y aplaudir.
Y es que Gilligan no busca convencer a nadie de la necesidad de la película, ni de la calidad del mundo que ha construido (si no se han convencido con el boca a boca resultante de nueve temporadas de la mejor televisión, difícilmente lo hagan ahora). Este epílogo está hecho para aquellos que, como su creador, quieren a los personajes del mundo de la serie y son capaces de empatizar con sus alegrías y miserias, y acceder a su destrozado mundo interior.
Quienes busquen en El Camino un avance importante de la historia, o episodios de acción desenfrenada y el nivel de conflictos a los que nos acostumbramos en Breaking Bad, probablemente salgan decepcionados. Y aunque no falten momentos muy logrados de tensión y acción, aquí no hay una pareja de gemelos de un cartel mexicano que te están acechando en un estacionamiento, y a los cuales tendrás que enfrentar en un minuto, alertado por una misteriosa llamada que no terminas de entender, sin siquiera contar con un arma.
Tampoco quedarán satisfechos quienes -sorprendentemente- nunca hayan logrado sentir a través de Pinkman y lo consideraren un personaje irritante o, al menos, menor en comparación con el genio de Heisenberg. Para aquellos, recomiendo volver a la serie madre y redescubrir a las personas que en ella habitan, más allá de la explosiva conflictividad que tanto sabemos disfrutar (dime que te parece Jesse y te diré quién eres).
El Camino se cuenta hacia atrás, mediante flashbacks que iluminan el recorrido que Jesse, nuestro héroe, va a transitar en búsqueda del futuro que tanto ansía encontrar. Pero no se trata de un simple ejercicio de nostalgia (aunque algo de eso hay). Estos recuerdos -que ocupan cerca de un tercio de la aventura- están hechos para entender que está pasando en la cabeza de Pinkman, hacia dónde necesita ir, y quienes son las personas que definieron su pasado y marcaron su destino. Los conocemos, por supuesto.
A través de una historia intimista y reposada en que Jesse dibuja su ruta hacia una segunda oportunidad, Gilligan escarba en la identidad de un hombre dañado física y psicológicamente, redefine su historia y -siempre enganchado a la esencia de aquel joven entrañable y torpe, que engalanaba sus frases con “bitch” (Gatorade me, bitch!, mi favorita)- nos muestra las consecuencias que generaron en él los sucesos que vimos en pantalla, y cómo, en la búsqueda de un reinicio, no podrá escapar de los demonios que lo marcaron y que lo obligan a escapar.
Nuestro héroe está silente y quebrado después de una vida conviviendo con el crimen. Ya no tiene nada que perder. El resto es preparar su muerte y resurrección, enfrentándose a enemigos insospechados que le refriegan sus peores momentos, y lo obligan a relucir la fuerza interior que ha guardado para sus adentros, cansado de tanto pelear.
Desde su primera escena, la película deja en claro que no es una historia de redención, sino la última aventura de aquel que necesita dejar el pasado atrás y darse una nueva oportunidad de vivir, redescubrirse y de, por fin, quitarle al universo el derecho de definir su recorrido y ser el dueño de su propio destino.
El Camino es un regalo para los fans de Breaking Bad, y en especial, para los del aprendiz de Walter White. Aunque el resultado se prevé divisivo, pues no alcanza las cuotas de grandeza de los mejores capítulos de la serie principal (no intenta hacerlo tampoco), el epílogo que Gilligan y compañía nos dieron se siente fresco, sincero y emotivo. Una gran película pequeña, que técnicamente no tiene nada que envidiarles a las temporadas originales.
¿Qué importa si no era necesaria cuando el resultado es tan satisfactorio?